El cliente

... habitual (XVI).



Capítulo 16.

Volver a tenerle de frente le encaró a su hálito asfixiante. Hanna sentía que el humo le había tapizado por dentro todo el cuerpo con un chapapote tan negro que absorbía el oxígeno de la habitación a su paso. Retiró la cara para tomar aire y conteniendo la respiración se acercó de puntillas hacia su boca. No pudo evitar el reflejo de tragar saliva al comprobar la satisfacción con la que él había recibido su iniciativa. Le soltó el culo y puso ambas manos a los lados de su cara pasándole los pulgares por las mejillas justo bajo la máscara. Hanna aún aguantaba el aliento con disimulo, pero no le retiraba la mirada consciente de que él estaba pendiente de sus reacciones. Sus manos abarcaban toda su mandíbula y sentía sus índices hormigueando en sus sienes con los demás dedos por detrás de su cuello, pero no terminaba de resolver para besarla. La miraba sin pestañear, sintiendo sus latidos con las yemas de los dedos. Hanna se estaba quedando sin aire, sus mejillas empezaban a ruborizarse y la contención camuflada era ya algo evidente. A un segundo de dar una bocanada, él le apretó aún más la cara, abrió la boca sacando la lengua tanto como pudo y le lamió todo el rostro de abajo a arriba desde la barbilla hasta el tope de la máscara bajo su nariz.

Hanna estaba al borde de la nausea. Sentía que aquel hombre estaba dentro de su mente y que disfrutaba con lo que ella trataba de evitar. No le soltaba la cara y ella trató de liberarse apoyando sus manos sobre el pecho de él. Su mirada se había transformado, sus ojos centelleaban bajo la máscara inyectados con pequeñas venas rojas de tensión y esa circunstancia parecía excitarle todavía más. Cambió de un gesto rápido la posición de sus manos pasando el brazo izquierdo por detrás de su cuerpo y sujetándola con fuerza por la cintura. La mano derecha bajo a su garganta apretándole el cuello y cortando su respiración. Comenzó a elevarla del suelo despacio, acercándola a su altura. Manejaba ambos brazos de tal forma que si relajaba el que la sostenía de la cintura, apretaba más el agarre del cuello sofocando la entrada de aire de Hanna. Sus pies se iban separando poco a poco y cada vez más del suelo hasta que perdió cualquier apoyo incluso estirándose de puntillas. Hanna jadeaba, luchaba por tomar aire, pero cuando movía las piernas o palmeaba con sus manos, él la ahogaba un poco más y si se mantenía quieta permitía que un hilo de aire aún cruzase por su tráquea hacia los pulmones. Boqueaba como un pez fuera del agua cuando por fin la elevó hasta su altura ideal. Allí la besó despacio, atrapando un labio cada vez, introduciendo la lengua en su boca cuando Hanna la abría para respirar. La soltó y salió de la ducha. Hanna no podía ni mantenerse en pie. Recuperó el aliento en el suelo del baño, tosiendo y sin poder evitar las lágrimas que le brotaban por la asfixia, pero sin hacer grandes aspavientos. Se levantó ayudándose del mueble frente al espejo y comprobó en su reflejo las marcas de los dedos que le había dejado a ambos lados del cuello. Tomó aire profundamente una vez más, se ajustó la máscara en la cara y salió del baño a pelear la siguiente ronda.


En el hilo sonaban The Who

El cliente

... habitual (XV).



Capítulo 15.

Ezequiel era un niño de apenas cinco años cuando su padre, un comerciante judío-alemán, le escondió en el interior de una tubería destinada a evacuar los desechos de su casa de Berlín. En aquella mañana de noviembre de 1938, la puerta de su casa estaba siendo aporreada por los mismos policías que habían evitado auxiliarles en las dos noches anteriores mientras grupos organizados destruían a pedradas el escaparate y saqueaban el interior de su negocio. El pequeño permaneció inmóvil, abrazado a sus rodillas, mucho tiempo después de que los gritos hubieran cesado. El acceso por el que su padre le había puesto a salvo estaba bloqueado por alguno de los enseres caídos durante el desorden y los forcejeos que se habían vivido en el interior de la casa, así que tuvo que avanzar gateando por la tubería hacia la claridad. Cuando estaba cerca de alcanzar la salida, la silueta a contraluz de un hombre apareció en la boca del desagüe, extendió los brazos para recogerle y le sacó de allí de un tirón.

Aquel resultó no ser un hombre cualquiera. Estaba al mando de un orfanato judío que, al igual que el negocio de los padres de Ezequiel, había sido arrasado por la marabunta simpatizante de las ideas que el Gobierno venía inoculando en la gente desde hacía casi un lustro. Sabía que el tiempo se agotaba y por eso llevaba varios meses urdiendo un plan para sacar de Alemania a tantos niños judíos como le fuera posible. En su discreta búsqueda había logrado contactar con asociaciones y organizaciones de la comunidad judía no sólo en Alemania, sino también en países vecinos como Austria y Polonia. Las redes se extendían hasta el Gobierno Británico, que había relajado las restricciones de inmigración para ciertos refugiados, y dentro de él a sus aristócratas y familias acomodadas. Así es como Ezequiel llegó al hogar de la amante de un excéntrico multimillonario como cumplimiento de una promesa que había hecho como pago a una extorsión para mantener en secreto aquellos encuentros. El hombre había muerto el año anterior, pero sus contactos dentro del Gobierno concluyeron la operación dentro de los parámetros de máxima discreción que exigía la familia del difunto.

Ezequiel creció educado por una burguesía dedicada a los negocios bancarios y con contactos políticos de alto nivel. Pronto demostró una habilidad especial para los números lo que le abrió el horizonte a nuevas oportunidades y le ayudó a consagrarse como una pieza fundamental en la continuidad del negocio de su familia adoptiva. Formó la suya propia casándose con la hija de otro aristócrata inglés y a principios de 1975, después de haber tenido dos hijas con su mujer, dejó embarazada a una prostituta con la que se encontraba de manera recurrente desde hacía más de un año. De aquella relación consiguió lo que ya daba por perdido y que tanto había anhelado: su primer hijo varón. Siendo una circunstancia tan extra protocolaria, el niño llevaría el apellido de su madre, pero Ezequiel impuso la condición de que se llamara Nathaniel, como su auténtico abuelo de sangre, el padre de Ezequiel. Y así fue sobre el papel. Sin embargo, su madre odiaba el sonido rítmico que causaba su apellido, Daniels, con el nombre que Ezequiel le había impuesto y nunca lo utilizó para dirigirse a su hijo. En su lugar ella siempre le llamó Ethan.

A Ethan Daniels, hijo de Bree Daniels y Ezequiel Sackville, nunca le faltó de nada, pero siempre se sintió un bicho raro sin padre ni raíces. Era listo, resolutivo y desconfiado como su madre, inteligente, ambicioso e independiente como su padre, y la combinación de sus ausencias con su sensación de desarraigo le había vuelto orgulloso, frío y totalmente libre de las ataduras de la buena educación o el protocolo que el impersonal dinero que le llegaba le proporcionaba. Conseguía lo que quería, cuando lo quería y sin importar la manera. El objetivo de turno era su único calibre y eso le había llevado a enfrentarse cara a cara con la amenaza de la muerte en más de una ocasión. Fue después del fallecimiento de Ezequiel, su padre ausente, cuando se interesó por su propia historia hasta descubrir la verdad usando en ocasiones medios poco legales para conseguir la información. Ahora sabía que era nieto bastardo de Valerie Sackville-West y nieto carnal de Nathaniel y Eliette Miller, pero también constató que el conocimiento y la comprensión de sus orígenes hebreos tampoco le iban a otorgar la redención.

Nathaniel Daniels, banquero, empresario y coleccionista de arte, joyas y metales preciosos era en realidad Eitan Miller, extorsionador, mano negra de la política británica y el senado estadounidense y objetivo de interés permanente de las agencias de inteligencia de todo el mundo por sus contactos y oscuros negocios, nunca probados, con organizaciones terroristas y otros entes desestabilizadores de la sociedad occidental.


En el hilo sonaba Hozier